Cafetín Croché IX

 

Cafetín Croché IX

Pero escribir en un café tiene algún inconveniente. El camarero o guerrita de turno, con su fino olfato, mira mal al escritor de café que todavía tiene las cuartillas como el blanco satén. Sabe que al menos durante varias horas, se transformará en decoración del local, con un café largo sobre la mesa, o corto y manchado, café a lo italiano, americano o napolitano que nunca a lo español, o con un café cortado- que es el más tímido y retraído de la letanía de cafés que puedes pedir- y además, quizás con un vaso de agua, eso sí, con hielo, para que los posos del café no se adhieran a las paredes de las tuberías.

Pero él sabe, que por estar ahí y ser un cliente aunque sea literato, tiene derecho a pedir un palillo, el periódico del día, otro vaso de agua, pero con hielo, monedas de cambio para el teléfono, servilletas de papel, azúcar o la cursilada actual de la sacarina-que tiene nombre de cantante de los 70-.También pasará al aseo y utilizará el agua, jabón y el papel higiénico y, antes de salir, se peinará y lavará las manos. Y todo ello por 250 pesetas. ¡Que ruina la del cafetero!

Hoy día no se puede escribir en un café. Los teléfonos móviles, esos pequeños monstruos tecnológicos, con sus sonidos desagradables consiguen que no puedas concentrarte y piropear a las musas porque las conversaciones de los que junto a ti hablan de negocios, de fútbol o de problemas con los niños espantan a las musas y se van de tu vera, justo en el momento que las tenías convencidas.

 

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 Capítulo IV

LAS HORAS DEL CAFETÍN

El Croché se despierta tarde. Le gusta apurar los posos de la noche y claro, por las mañanas se le pegan las sábanas de la holganza. Allí, ya florecida la mañana, a la hora que las manecillas rezan el “Ángelus” y ambas se confunden muy juntas en un diario acto de amor, allí a esa hora, todavía con el limpio perfume a local recién inaugurado, comienzan a entrar los primeros cafeteros, lectores de periódicos, rito que comparten tras comprar el diario en el quiosco de la Plaza de Benavente o en la librería Quesada. Se dan los buenos días como el torero desea suerte a su cuadrilla y compañeros de cartel, para que las noticias no desvanezcan los sueños preparados en la maleta de un nuevo día.

Unos leen el periódico de forma ordenada; otros de atrás hacia delante como queriendo recordar y no mirar al futuro y otros lo airean para enfriar un poco el ambiente de tantas guerras, terrorismo o mujeres maltratadas como vomita la letra impresa sobre el papel, ya sucio, del periódico matutino. Algunos, más taurinos, lo despliegan convirtiéndolo en capote para dar un lance torero a la actualidad, mientras que los menos, lo mantienen doblado como leyendo un breviario en la soledad del confesionario. A esta hora el Croché es sala de lectura para leer hoy lo que ocurrió ayer. Es café con leche ordeñada hace varias albas y traída en cántaras de cartón por la lechera de turno.

Después de la hora de la lectura de los periódicos, hacia las dos del mediodía, el vino empieza a poblar la barra aunque nunca sólo, siempre muy bien acompañado por alguna cazuela de garbanzos que como cuentas de un rosario van cayendo uno a uno; cazuelas de macarrones, de arroz, de cachelos con codillo o de puré de patatas con torreznos, lo que aquí se llama “un uno” y que siempre suele ser antesala del primer sorbo de vino. Luego si te tomas otro vino, se cantará a la cocina: “dame un dos” y así sucesivamente, se va recorriendo la escala numérica en función de tu capacidad para alambicar la uva del buen vino del Marqués de Riscal, que allí te sirven en grandes y acristaladas botellas que se me parecen a las recias piernas de una mujer con medias de malla.

El ambiente es muy distinto a esta hora, si el frío se ha instalado en San Lorenzo por haberse dejado herméticamente abiertas las puertas y ventanas serranas, acuchillando los pulmones o si el otro Lorenzo impone su voluntad y como un microondas te cuece en minutos todo lo que pongas a su alcance. Pero, no sólo con la estación del ferrocarril climático, cambia de ambiente sino en función de ser un día entre semana o víspera de festivo. En invierno y entre semana, las dos de la tarde, es la hora del industrial, del hombre del pueblo que tomará sus dosis de uva antes de ir a comer; es la hora del parado, correiglesias que ha pasado ya a rezar por seis o siete y viene bendecido con otros tantos vasos de agua bendita. Los miércoles, es la hora que Alvaro aprovechaba el aperitivo para hablar con su pequeño nieto de lo divino y lo humano. Esperemos que pueda seguir haciéndolo. Es la hora del turista sin autobús, pues a los que vienen en uno de los muchos que por aquí se acercan, los despachan nada mas salir del Monasterio y vuelven rápidos y jugándose la vida por la carretera de Guadarrama para llegar hechos migas– si antes no se los han comido las palomas- a la Estación de Autobuses. Estos turistas sin autobús, generalmente en parejas, que conociendo las exquisiteces del Croché, han venido bien informados a comer algo antes de ir al Charolés. Es hora de los Herranz que llegaban en autobús, casi hasta la puerta; del que viene de montar a caballo o de vender la fruta en el mercado a las amas de casa, que luego se encuentran aquí tomando un vino o un caldito, y comentan lo cara que está la vida en este pueblo; la hora de Polo que después de cortar el pelo se tomaba su vinito o la de Gabi, siempre, en verano, vestido de primera comunión.

El aperitivo en verano, era la hora ideal para que, dos días antes de la Romería, se negociara aquí, la subasta con Amparito Hernández:

– Te doy cinco mil pesetas, pero me reservas el cucurucho de pipas.         

 – Yo te doy diez mil si me guardas el jamón.

(continuará)

 

 

 

                            

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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