En el número anterior escribía de la calle Floridablanca desde la perspectiva de un gran decorado histórico donde los edificios que la circundan, nos hacen recordar parte de la propia historia del pueblo de San Lorenzo.
Pero en el baúl de mis recuerdos asoman aquellos de mi adolescencia que, a pesar de la inexperiencia de esa edad que sucede a la niñez, conformaron la mejor parte de mi vida de veraneante en estos parajes escurialenses.
Recordar la calle Floridablanca es recordar aquellos paseos en las tardes veraniegas, para ver y que te vieran las niñas ya conocidas o las que ibas a conocer en el transcurso del verano. El paseo acababa prácticamente en la Farmacia de Cos junto al guardia que fielmente estaba situado junto a una barrera para impedir la subida de vehículos. Sólo era interrumpido, primero por el autobús de la Tabanera y años después por los de Herranz a los que había que hacer un pasillo humano para dejarles pasar en su camino hacia Madrid. De la farmacia vuelta hasta la Barquillera o poco más. En nuestro paseo que se iniciaba a las 7 o las 8 de la tarde, pasábamos varias veces por el Hotel Miranda, verdadero observatorio veraniego para que fuéramos vistos, generalmente por las madres que allí merendaban junto a los grandes ventanales o en la hermosa terraza mientras los hombres hacían tertulia o jugaban al dominó y al mus en los salones del hotel.
Los 6 grandes ventanales del Hotel eran durante el verano, grandes ojos que observaban todo lo que ocurría fuera. Desde ellos se dominaba todo movimiento que se hiciera por la calle y además se dominaba la barra y los salones con lo que el conocimiento era total. Como si fueran palcos abonados de un teatro, casi siempre estaban ocupados desde primera hora de la tarde por las mismas personas. La función iba desarrollándose en la calle y se iniciaban los comentarios entre ellos y con los del palco de al lado. Aunque hoy siguen ahí, las circunstancias han cambiado y no son lo que fueron en otros tiempos pues ya no se pasea por Florida y aunque así fuera ya no se conocen unos y otros.
La terraza del Miranda era un observatorio de la colonia veraniega los meses de verano. Detrás de una horchata, una limonada o un chocolate con picatostes, las miradas se dirigían a los mozos y mocitas que desde las siete de la tarde subían y bajaban por la calle Florida, sabiendo que centenares de ojos y muchos comentarios se producían a su paso. Era un tribunal muy estricto que te condenaba o te absolvía con una facilidad pasmosa y sin abogado defensor que pudiera aportar pruebas sobre tu inocencia. Se sabían todo. Si la hija de Dña. Teresa llevaba el mismo traje del año pasado aunque para disimular se lo habían arreglado acortándola un poco los bajos. Si la de Pitita ha dejado al chico con el que salía o si Antoñito había suspendido ya que sólo paseaba los sábados, domingos y fiestas de guardar.
El hotel-observatorio, al que le dedicaremos un capítulo aparte, fue construido en el primer tercio del siglo XIX y se denominaba Fonda de San Luis y pertenecía al Real Patrimonio de S.M. Actualmente pertenece a la cadena Arturo Cantoblanco. El anterior dueño fue la cadena de La Taberna del Alabardero cuya gestión no fue un modelo para su estudio en un master de economía y acabó cerrando durante varios meses y con importantes problemas laborales.
Después en la noche, ya vacía la calle de paseantes, recabábamos en el bar-terraza de los Pacheco, donde Quinito y Julio ayudaban a sus padres cuando los estudios les dejaban tiempo libre. Allí, bajo la Casa de los Doctores, nos quedábamos horas hablando de lo divino y humano entre botellines y pipas de la Barquillera mientras alguno, más romántico, se dedicaba a mirar las estrellas quizás buscando en ellas alguna musa que le ayudara a pasar el largo veraneo. El toldo y los sillones de mimbre ya amontonados y retirados de la terraza del Miranda, dejaban un espacio desolador hasta la mañana siguiente que serían montados nuevamente para llenarse de madres ávidas de ver a sus hijos pasear por Floridablanca.