El Cafetín Croché 17 (continuación)

El Cafetín Croché 17  (continuación)

El Croché mira hacia dentro, no tiene ventanales para mirar hacia fuera; busca su propio ser, sin tener que ver pasar a nadie, ni que nadie te mire al pasar. Tiene, eso si, puertas y ventanas que sólo tamizan la luz y cuyos cristales están decorados con el nombre del Croché u otros motivos grabados imitando a la técnica del ácido, ácido fluorhídrico que es el único que ataca al vidrio. Proceso antiguo y complicado, debiendo recubrir con betún la parte que no queremos dibujar, la que queda libre. En Madrid existieron maestros importantes de la técnica del vidrio, como Angel Jiménez Ochoa, nacido en el vecino pueblo de Guadarrama y talleres especializados en este noble arte decorativo tan en boga en tiendas, cafés y tabernas de finales del XIX y principios del XX. Gremio de artistas que se va perdiendo con las modernas técnicas de grabado del vidrio.

El Croché es de esos cafés en los que nunca pasa nada pero que en cualquier momento puede pasar algo imprevisto o al menos te imaginas que algo va a ocurrir. Es, como se decía del Gijón, el lugar que menos se liga del mundo, pero como la esperanza es lo último que se pierde…. Es un espacio acogedor pero inacabado en el tiempo. El Cafetín Croché tiene por derecho propio, el título y la condición del café intemporal, del café matritense, del café de estancias prolongadas, de tertulias, de amoríos o de citas clandestinas, del café de premios y de juegos de la oca o del parchís y en donde las conversaciones fluyen sin molestar, como de música de fondo se tratara, pero que no la escuchas, aunque notes su presencia y que siempre está ahí para acompañarte en tu propia soledad. Y aquí sentado sobre sus divanes rectos, empalados y algo tristes por el tono marrón oscuro de su terciopelo, he pasado revista y he recordado sentado algunas anécdotas que ocurrieron en este Cafetín.

Parece que todavía estoy viendo entrar a un personaje inefable al que llamaban “mi caballo murió”, hombre a unas gafas pegado, perfectamente pertrechado de ropa para cabalgar por los prados, laderas y hasta montañas escurialenses, con botas altas casi espejos azogados en negro, por su limpieza y pulcritud y de empaque algo anticuado.

  • Qué, ¿vienes de montar?
  • No he podido pues mi caballo está enfermo.

A los dos o tres días y casi siempre con mala intención, alguien le preguntaba:

–   ¿Por donde has montado hoy?.

  • Fui a la Herrería para montar pero el caballo tenía una pata algo estropeada y además ha pasado una mala noche.

Nunca se le vio sobre ningún penco y si se apura algo mas, cuando se subía a un burro, si es que alguna vez lo hizo, seguro que lo tiró del jergón al ver a tal guisa montado sobre su lomo. De ahí su mote de “mi caballo murió”.

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