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El Cafetín Croché 15

El Cafetín Croché 15 (continuación)

Capítulo V

El Croché por dentro

En aquel Madrid de los siglos XVIII y XIX existieron cafés suntuosos con una decoración muy barroca, como el Café de la Iberia situado en la Carrera de San Jerónimo frente a Lhardy; con estrechos aposentos tertulianos como el Levante que estaba decorado con magníficas ilustraciones de Alenza; existieron cafés pequeños y con patio acristalado como el Lorencini, uno de los mas antiguos de Madrid y situado en la Puerta del Sol entre las calles Carretas y Espoz y Mina cuyo interior fue decorado por Ribelles; los había distribuidos en dos o tres recintos distintos como el de La Fontana de Oro que tenía la zona del café y otro recinto al fondo, formando ángulo, en el que se hacían las reuniones políticas, que mantenía las vigas de madera al descubierto y arcaico y trasnochado con una decoración exigua. Aquí las mesas eran de pino pintadas de color caoba con un tablero, también de pino pero en este caso pintado de blanco a imitación de mármol. Los había decorados con gran profusión de espejos, como el Universal o con 16 huecos a la calle y “71 veladores de cristal, 80 mesas de mármol de Italia, 600 sillas tapizadas y las mesas de billar de caoba maciza, con las bandas en palosanto y palorrosa y  sobre sus muros 10 relojes”. Este café, el Imperial, ocupaba los bajos y parte de la entreplanta del Hotel París y daba a las calles Alcalá y Carrera de San Jerónimo. Locales espaciosos como el Café de Madrid, que era un patio cubierto y con salida, después de atravesar un corredor, a la Carrera de San Jerónimo.

El Cafetín Croché es más personal en su decoración que otros muchos cafés de ésta y de otras épocas. Consta de tres estancias, mejor dicho de cuatro, lo que ocurre es que en la parte de la cocina nunca he entrado o no me han dejado entrar. En cada una de ellas la decoración asemeja a un pequeño y personal rastrillo con una unidad de criterio aunque diferencial en sus modos de tratar aquello que allí se va a realizar. Su decoración huele a rancio abolengo de lo antiguo, al olor familiar de la naftalina de un armario ropero. El ocre color de sus paredes se debe de adivinar ya que está casi tapado por colecciones, en serie fotográfica, de postales y fotos antiguas, ya amarillentas recordando aquel otoño que fue, tarjetas ya oxidadas de tono amarillento o gris plomizo que perdieron su color original; fotos de amores recortados sobre fondos falsos como la vida misma; de cuadros en los que se guardan colecciones de vitolas de cajas de cuchillas de afeitar, de papel de liar cigarrillos o de postales escurialenses de las de antes, todas de la  colección particular del Cafetín y que desde su propia estafeta se puede enviar a un amigo. Junto al rincón maravilloso, de entrando a mano izquierda, desde donde se divisa sin ser casi visto, cuelga una colección de bastones que para él la quisiera el gran Antonio Gala y que aunque tienen un artilugio para impedir su guinde, yo conseguí con algo de maña y astucia, sacar uno y no me lo llevé porque no soy un chorizo, pero eso sí, alerté de la fragilidad del invento. Y junto a ellos una colección de boquillas de cristal muy de los años veinte. Cartelería romántica de Moët Chandón, de anuncios estomacales cómo el de Saiz de Carlos o el famoso de los Chocolates Matías López cuya fábrica estaba en El Escorial de Abajo, pueblos éstos, el de Arriba y el de Abajo, que son como dos hermanos permanentemente cabreados a pesar de estar unidos por la cuesta de la Estación.

fotos y vídeos de Bar Cafetín Croché

Todos estos objetos nos parecen inverosímiles en estos tiempos y se nos hace difícil creer que hubieran existido alguna vez, pero aunque ya no se ven ni se usan, sí es verdad que existieron dando un uso discreto y silencioso a los que los utilizaron. Aquí en Croché, viven muchos objetos que se nutren de su pasado, que fueron deshauciados y  como dijo Cesar González-Ruano “triste condición la suya si ya ni siquiera pueden ofrecerte por todo lo que ya no valían”, y que en su inutilidad cuelgan de las paredes, paredes llenas de miles de palabras que fueron recogiendo en sus veinte años de vida y que se quedaron pegadas como moscas a la miel.

Sabia y acertada decisión. A pesar de que el magnífico gregueriano Gómez de la Serna dijo que “de una bella espalda descotada nació la televisión”, sus  dueños  dijeron NO a la espalda descotada, es decir a la televisión y ello a pesar de que a un año vista, se celebraban los Mundiales de Fútbol en España. SÍ dijeron, en cambio, a las radios de madera, algo caducas y ya secas de voz que decoran el Croché, que solo transmiten recuerdos y son mudas testigo de las muchas tertulias familiares o de amigos que aquí se desarrollan y de radionovelas amorosas que se representan bajo ellas en las mesas de mármol del café.

Antes de bajar a la cripta del Croché, se pasa por la zona de tertulias de amigos que van a charlar o juegan a los distintos entretenimientos de los que consta el Cafetín o esas tertulias de dos que juguetean y se besan ante la atenta mirada de cartón de un monaguillo que con su hucha entre las manos, parece querer pedir algo pero es respetuoso y no lo hace pues le pusieron allí de vigilante y guarda de amoríos. La zona cambia su decoración. Parece el cuarto de estar de una casa donde vive mucha gente, con paredes de labores de croché colgadas de barras de latón a modo de blancas cortinas de hilo con angelotes, sofacitos para dos y seis veladores redondos mas pequeños que los de fuera, como queriendo dejar mas espacio al amor puro que allí se profesan jóvenes y no tan jóvenes novicias y seminaristas del amor eterno.

(continuará)

El Cafetín Croché 14 (continuación)

El Cafetín Croché 14 (continuación)

La barra en un café de los de antes no tenía sentido. La tertulia era sentada y alrededor de las mesas para calentar, así, el frío mármol de los veladores con las arengas políticas, recitales o lecturas de los poetas bohemios que lo transformaban en cálido, caliente y amoroso como una buena pañosa de invierno. Pero la barra se impuso, a pesar que desde las mesas, en amigable tertulia, las cosas se ven de otra manera, sin prisas que apremien. Y en la barra se fueron haciendo tertulias, menos cafeteras y mas alcohólicas ante la atenta mirada del barman, jefe de barra, fabricante de ilusiones alcohólicas de nombres ingleses. La barra es confesionario de los solitarios, individualistas o misántropos pero también es y ha sido lugar de tertulia, tertulia en posición de cuerpo presente, pero al fin y al cabo tertulias.

La barra hoy día, se constituye en atalaya, mirador o balconada a la que asomas tu curiosidad y desde donde vigilas a los demás creyendo que no te ven y que por mucho que disimules al final siempre te dirán al salir:

  • Adiós Fulano, ¡que ya no saludas a nadie!

En la barra, pasas revista disimulada a los divanes aterciopelados en los que se habla de amores olvidados, primerizos o todavía acalorados, en los que se fabrican los sueños mas peregrinos o se proyecta un viaje; en los que las parejas hablan para no callarse y parecer dos desconocidos sentados en un autobús con la mirada perdida en sus propios pensamientos sin importarles lo que pasa a su alrededor.

Y así también es la barra del Croché.

A partir de las doce de la noche se produce una animación, siempre inesperada, que viene de aquí o de allá y recala a pasear en Croché o a dejarse ver que también es fórmula para que hablen de ti. A esta hora no hay brujas pero si aparece el buscón que busca algún bocado que llevarse a la boca después de haber mal cenado; el inspector de ambiente que no gasta nada mas que en miradas, algunas libidinosas y otras de curiosidad, pero que siempre inspecciona y no toma nada a no ser que alguien le invite. Alguna pareja que espera que pase la hora de las brujas para empezar a vivir de forma intensa la noche. Esos cuatro- dos parejas- que han ido porque  allí se juega y no saben que en este casinillo sólo se juega a la oca, parchís o a la tres en raya. Esa pareja que sólo quiere el silloncito de dentro para poder besarse y que sólo les vean los que hacen lo mismo, es decir nadie. Algunas tertulias que se han prolongado un poco porque mañana no tienen que ir temprano al Ayuntamiento o al Patrimonio a acompañar a turistas por las entrañas de Palacio.

Y a todas horas, Manolo Miguez, figura estilizada de Botero, hace su particular paseillo, que lo realiza como nadie, saliendo y entrando al callejón con su mejor estilo torero, ya que para esto de la hostelería y la restauración hay que ser muy torero y saber parar, mandar, picar, banderillear y dar la estocada en el momento adecuado y en el sitio justo.

Manolo ha pasado por todo el escalafón del toreo gastronómico o de la hostelería en general. Fue maletilla en el coso de San Pancracio, plaza muy popular en Madrid, novillero en El Horizontal, cuando Tomasín, el de las patatas fritas, se hizo con esta plaza; y peón de brega en Los Robles, plaza hoy desaparecida en la capital de España. Fue maestro compartiendo cartel en el Charolés y después se quedó como único espada, para unos años mas tarde y en la actualidad toreando un mano a mano con Mari Cruz, su encantadora mujer, también torera, con arte literario y poesía en sus lances, en el Croché. Aquí tomó, Manolo, la alternativa hace veinte años y sigue estando en el primer puesto del escalafón. Sigue desplegando su capa para dar una revolera o una media verónica, que borda, en el momento adecuado. Saber torear  de muleta y su sitio siempre está en la cara del toro. Sabe bajar la mano y de vez en cuando pone un par de banderillas “que quita el sentío” con maestría, tacto y buen hacer. Ha toreado toros azabaches, colorados, berrendos, jaboneros o mulatos; botineros, calceteros o meanos, que de todo hay en estas plazas. Ha toreado por gaoneras, por chicuelinas y verónicas; al natural y con la derecha. A veces se recrea haciendo un estatuario o dando un trincherazo para poner después al toro en suerte. No suele hacer faenas de aliño, sino para cortar las dos orejas y el rabo que lo prepara magníficamente en su “ casa de comidas”. Y todo ello acompañado por su magnífica cuadrilla: Julio, el Abuelo, su peón de confianza y mozo de espadas que lleva veinte años con él; Juan Carlos; Luis; Iván y Manolo.

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(continuará)

 

 

 

 

 

El Cafetín Croché.- 12 (continuación)

El Cafetín Croché.- 12 (continuación)

Respecto a este instrumental literario, Antonio Martínez Sarrión, escribió una magnífica anécdota que se recoge en libro “El Café Gijón” dentro de la Antología, y que me atrevo a transcribir, si él me lo permite, que seguro que lo hará: “…. cuando un camarero de pelo canoso aferrando en una mano la bandeja de metal y con el puño de la otra apoyado en la cadera, me espetó : “¿qué va a ser?”. Desde mi entrada y aun antes, tenía pensada la consumición a solicitar: un café con leche en vaso y otro de agua. Pero por sus pasos, sin sobresaltos cada cosa a su tiempo. Antes debía cumplimentar los ritos de todo escritor que se respetase por joven, desconocido o provinciano que fuere. Tales ritos los conocía bien: lo primero era solicitar el instrumental, como el cirujano, enguantado, con mascarilla y gorro, pide el bisturí a la enfermera. De modo que, intentando una desenvoltura imposible y sin llegarme la voz al cuello de la camisa le dije al mozo tragando saliva: “Por favor, ¿me puede usted traer recado de escribir?”.

Aquel hombre tardó varios segundos en reaccionar….Se concedió, a modo no se si de “glissando” o de afinamiento antes de atacar el “tutti”, unos instantes mas, durante los cuales resopló y se aclaró la garganta de flemas. E inmediatamente con lo que se me hizo un vozarrón capaz de competir ventajosamente con las bíblicas trompetas ante los muros de Jericó, me dijo “ si, si, entiendo… Entonces… ¿sólo o con leche?.

Tomás Borras, en sus “Historillas de Madrid” relata de forma magnífica, como don Pedro Muñoz Seca, instalaba su “trabajadero” en una mesa junto al ventanal del Café Inglés, nombre poco apropiado para un establecimiento cafetero en la calle Sevilla: “Al llegar a Madrid don Pedro Muñoz Seca, ingenio al que ya he puesto otros ribetes, la llamada del café le llevó a montar su trabajadero en un mármol del Inglés, calle de Sevilla; trabajadero de mesa a una ventana, pues la parte superior de la cristalera se abría para la mesa detrás de una talanquera, al aire libre y dentro del local. Don Pedro provisto del “ABC” y “El Imparcial”  (sostenido en el Inglés con su café con leche y media tostada de desayuno) arribaba tempranito a su isla rodeada de toreros, y entre comentarios de faenas en altisonancia y cante por lo bajini, a mano el manojo de cuartillas y “el recado de escribir”, uno de tantos servicios gratuitos de los Cafés, comenzaba con la frase consabida, “Acto primero”, el edificio de humo de sus ilusiones”.

Escribir en un café es dejar morir lo superfluo y concentrarse en lo trascendente que es aquello que en ese momento estás llevando a las cuartillas. Es darse un paseo por tus emociones, recorriendo sus calles y parándote, cuando quieres, en los escaparates que más impresiones te produzca. Es en definitiva vivir en soledad compartida.

Escribir en un café es mudar tu piel cual serpiente en  primavera, para ponerte un traje mas acorde con la estación mental que estas viviendo. Es despojarte de mucho y recoger lo que te interesa.

Pero escribir en un café tiene algún inconveniente. El camarero o guerrita de turno, con su fino olfato, mira mal al escritor de café que todavía tiene las cuartillas como el blanco satén. Sabe que al menos durante varias horas, se transformará en decoración del local, con un café largo sobre la mesa, o corto y manchado, café a lo italiano, americano o napolitano que nunca a lo español, o con un café cortado- que es el más tímido y retraído de la letanía de cafés que puedes pedir- y además, quizás con un vaso de agua, eso sí, con hielo, para que los posos del café no se adhieran a las paredes de las tuberías.

Pero él sabe, que por estar ahí y ser un cliente aunque sea literato, tiene derecho a pedir un palillo, el periódico del día, otro vaso de agua, pero con hielo, monedas de cambio para el teléfono, servilletas de papel, azúcar o la cursilada actual de la sacarina-que tiene nombre de cantante de los 70-.También pasará al aseo y utilizará el agua, jabón y el papel higiénico y, antes de salir, se peinará y lavará las manos. Y todo ello por 250 pesetas. ¡Que ruina la del cafetero!

Hoy día no se puede escribir en un café. Los teléfonos móviles, esos pequeños monstruos tecnológicos, con sus sonidos consiguen que no puedas concentrarte y piropear a las musas porque las conversaciones de los que junto a ti hablan de negocios, de fútbol, o de problemas con los niños espantan a las musas y se van de tu vera, justo en el momento que las tenías convencidas. Eso sí, si te gusta la música podrás escuchar, cuando suena el teléfono, un pasodoble, un aria de Verdi, pasando por La Óveme, una jota o el himno del Atlético de Madrid.

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(continuará)

El Cafetín Croché.- 11 (continuación)

El Cafetín Croché.- 11 (continuación)

Entrar en El Croché, es oir como se para el tiempo. Las agujas dejan de recorrer la esfera del reloj y se mantienen firmes, sin moverse, como soldados presentado armas en una parada militar, y las manecillas, en su estática posición, deciden no pasear por el calendario romano de las 12 horas del reloj. Sea la hora que sea, se entra a las diez y diez y aunque pase el tiempo y te encuentres cansado de tanta felicidad, siempre se sale a la misma hora; las diez y diez. Un reloj antiguo, en el frente de la barra, así lo corrobora. Siempre son las diez y diez; está parado en el tiempo.

He encontrado un hermano, casi gemelo, de este reloj, en la histórica taberna de Antonio Sánchez, en la calle Mesón de Paredes 13, muy cerca del Rastro. Taberna bicentenaria del que fue pintor, torero y tabernero y en donde chatear se considera un rito y no una costumbre. ( del libro “Las tiendas de Madrid”).

Croché es sinónimo de paciencia. Labores casi talladas con hilo y ganchos especiales, para ir encadenando como avemarías en un rosario de lino blanco, obras de arte que luego dejarán su impronta en los cabeceros y brazos de sofás, en la decoración de las mesas de muchas casas que lo saben valorar, en mantillas de estar por casa o como en este caso, decorando la barra del Cafetín Croché. Magnífica obra de arte de 8 metros que decora la barra y es guardada como las grandes obras de arte, bajo un cristal. Elaborada por las manos de Maruja Martín, que se me antojan como las de un Miguel Ángel, que cincelara sobre hilo una primera obra fechada en 1.983 y posteriormente renovada varias veces.

En la vida de Madrid existen muchos placeres mundanos, limpios y no muy caros que yo he experimentado y se los recomiendo: tomar un caldo en Lhardy con dos barquitas de riñones al jerez a la hora del aperitivo; comprar turrón de yema para la Navidad en Casa Mira; pasear por la Plaza de Oriente y tomar una copa en el Café del Oriente, construido sobre lo que fue el Convento de San Gil, del siglo XVI y del que se conserva la sala capitular en los sótanos del Café, o merendar en la Botillería de al lado;  degustar el coktail de champán de Embasy o una torrija en Semana Santa; afeitarse en un barbero que te llene la cara de blanca nieve, aunque sea verano, mientras lees el “ABC” de ahora o el “Imparcial” o la “Gaceta” de antes; tomar una taza de chocolate con churros, como hace años en San Ginés, espaguetis en Le Bistroquet de la calle de Segovia al salir de las discotecas a altas horas de la madrugada; unos huevos estrellados en Casa Lucio o pasear sin prisas por el Madrid de los Austrias; comprar sellos en la Plaza Mayor o una gorra en Casa Yustas;  ver una corrida en la Ventas, cuando San Isidro nos visita, no sin antes pasar por el burladero del “Bar del nueve” y comentar con los amigos. Entre todos ellos me quedo con el del sentarse ante el velador de un café, arropado por el terciopelo caliente de un banco corrido y escribir, escribir algo, lo que sea, tal como yo hice, hace algún tiempo, en las tardes estivales de un agosto escurialense, en el Cafetín Croché.

En la soledad compartida del escritor de café, se amontonan sensaciones, unas queriendo entrar mientras otras, al salir, dejan su asiento en el alma, en el alma de las sensaciones, más prosaica y menos inmaterial que la otra. En esa situación era dichoso pues podía, ¡que no es dichoso el que quiere sino el que puede! Y en esa dicha ves a la gente y no la escuchas aunque la tengas muy cerca. Oyes sólo tu voz interior que te anima a seguir por un camino no definido a priori en el tiempo, pues ahí no existe el tiempo. El tiempo lo paras cuando quieres y no es necesario que las manecillas del reloj se detengan.

Delante de ti y sobre el blanco mármol, como si fueras a jugar una partida de dominó contigo mismo, un café y un agua de néctar de endrinas bien espuchadas, pasé muchas horas, trasladando al papel mis vivencias o aquellas que fueron contadas por los que me precedieron, y me quedaba, extasiado a veces,  mirando al techo. Como decía RAMON,  “el mejor destino que hay  es el de supervisor de nubes acostado en una hamaca y mirando al cielo”. Aquí dentro no hay hamaca ni cielo pero sí unas magníficas lámparas de bronce y tulipas muy de los “años veinte” que para mí eran como mi cielo particular, un cielo bronceado por  la tenue luz que irradiaban y que me transformaba y trasportaba por los caminos de nuevas sensaciones.

Pero no todo era tranquilidad. A veces entraba el típico “inspector de ambiente”, “salta mesas” donde los haya y donde le aguanten, “saltimbanqui adiposo” que te estropea tu estado de éxtasis y que al final se posa en tu mesa. Te dice tres vaciedades y te corta la inspiración y hasta la respiración para no ser demasiado grosero, en esos momentos en los que llamas a las musas para que no sean tan holgazanas y te hagan caso. Yo reconozco que lo fuí, cuando un día de agosto que estaba inspirado para el duro trabajo de escribir para los demás, y junto a unos de esos modernos braseros de frío acondicionado, un conocido posa mesas quiso sentarse en la que yo estaba a punto de llegar a un acuerdo con mi musa. Al preguntarme que hacía, le dije con cara de pocos amigos, que escribiendo sobre arquitectura.

  • Pues me siento contigo- contestó él.

Y con cara descompuesta y para no ser demasiado grosero, le dije que estaba esperando a unas personas.

–   Bueno pues espero a que lleguen- me insistió.

Y claro está. Me inventé una excusa, me levanté y me fui.

Cuando escribes en un café, no gastas un duro en comprar pensamientos. Éstos vienen gratis pues los tienes dentro y te fluyen con sólo apretar dos neuronas, que es como si te apretaras una espinilla de la cara.

Allí montas tu trabajadero, como lo llamaba Tomás Borrás, y cual incipiente escritor de bolígrafo y papel reciclado, te dispones a dar rienda suelta a tus emociones. Antes, para ser un escritor de café que se valorase, tenías que solicitar el servicio gratuito del recado de escribir y hacerlo con plumilla que rascaba el papel, tinta guarrindonga, casi de calamar, embotellada en pequeños frascos o tinteros y un papel secante para cuando la tinta sudara en el papel. Según definición oficial  de un escritor cafetero y que habitualmente solicitaba recado de escribir en el Gijón o en el Teide, Cesar González Ruano, constaba de un tinterillo con tapón de corcho; un manguillero con su pluma arañante, y una carpeta de hule negro, donde alguna vez hay un papel secante, además de un pliego y un sobre”

(continuará)

 

 

El Cafetín Croché 10.- (continuación)

El Cafetín Croché 10.- (continuación)

El Real Coliseo Carlos III es el teatro cubierto más antiguo que se conserva en España y que inició sus obras en 1.770 a las órdenes de Jaime Marquet. Carlos III fue proclamado Rey el 11 de septiembre de 1.759 y tuvo la obligación de ir a conocer el Real Sitio en cuyo entorno, ya que así lo quiso el Rey Felipe II, no existía nada mas que las dos Casas de Oficios que bordeaban el Monasterio y que dieron cobijo a la servidumbre real, y algunas casas frente a la capilla para los  profesores del colegio, primero, y los facultativos de medicina, después. En 1.793 gran parte de San Lorenzo, el asentamiento primitivo que rodea al Monasterio, estaba ya construido.

El 18 de agosto de 1.770 según una Orden dada por Grimaldi, se inician las obras del Teatro con dinero de las rentas de correos. El 19 de mayo de 1.771 estaba prácticamente acabado. Posteriormente se inician las obras de las viviendas para los cómicos, y al mismo tiempo, los arcos que, atravesando la calle Floridablanca, unían el Coliseo con la Casa de Oficios, y que desaparecieron en 1.870.

El Real Coliseo pasó por muchas vicisitudes. Fue convertido, como la Casa de la Compaña, en acuartelamiento tanto de tropas francesas como aliadas, instalándose allí la zapatería, durante la Guerra de la Independencia y hasta 1.814. Luego fue Teatro Lope de Vega y cine hasta que Pedro Martín Gómez y su hermano José Luis crean la Sociedad para Fomento y Reconstrucción del Real Coliseo, sociedad que adquiere el teatro. Se inician en 1.974 los proyectos de reconstrucción por los arquitectos Mariano Bayón y José Luis Martín Gómez, terminándose las obras en abril de 1.979 y siendo inaugurado el 30 de abril de 1.979 por S.M. la Reina Sofía.

Por encima de la plaza de los Jardincillos, se encuentra la Plaza de San Lorenzo, hermanada con la de Benavente por el cordón umbilical de una escalera de dos tramos, y una fuente que hace años la secó un alcalde, quizás para no gastar reales en limpiarla o para que no se ahogaran los niños. Crispín, personaje popular de la antigua comedia italiana, criado ingeniosos y audaz, socarrón y ladino, que solía vestir de negro y calzaba botas altas, con un espadín colgado de su ancho cinturón, -figura que aparece en varias obras de Benavente-, y el Marqués de Borja se hablan a menudo, con su voz de bronce, estáticos sobre sus pedestales de granito, porque no quieren perderse un solo álito de la vida que discurre a su alrededor. El Crispín de Jacinto Benavente, autor político y fecundo, realista, costumbrista y satírico de la burguesía española, tan unido al San Lorenzo ya que fue mantenedor de los Juegos Florales en 1.915, y el Marqués de Borja, que fue Intendente General de la Casa Real, hablarán, quizás, de la repoblación forestal de los montes del pueblo, que se realizó durante el mandato del Marqués de Borja o de “La noche del sábado” o de los “Intereses creados” que escribió D. Jacinto, de la “Malquerida” o del Premio Nöbel que le concedieron.

El Croché está en la Calle de San Lorenzo, estrecho callejón que sale de la plaza de don Jacinto Benavente. Quién se podría figurar que una calle dedicada a San Lorenzo, Patrono del Real Sitio, se quedara en un callejón estrecho, con sombra permanente que le cubre de un manto de tristeza. Antiguamente cerrado y posteriormente abierto, para dar paso entre las dos plazas, en el año 1.870, año del gran incendio del Monasterio y año en que se derribaron los arcos que unían el Coliseo en la calle Floridablanca. Callejón de San Lorenzo sería, sin duda, corrala o patio de vecindad, pero sin las balconadas o galerías zarzueleras de madera. Las dos fachadas traseras, pertenecen a viviendas que tienen su entrada, una desde la calle de los Soportales, calle de las Tiendas y hoy de Reina Victoria, una de las pocas calles del pueblo con paraguas de granito. Estas casas las mandó construir Carlos III al arquitecto Juan de Villanueva en el año 1.783 para que sirviera de refugio a los vendedores de víveres y la otra vivienda tiene su entrada por la calle Floridablanca desde un balcón corrido con balaustrada de hierro, casa de los Doctores que asistían a la Corte y en la que se ubica el Cafetín Croché. Estas dos fachadas posteriores se hablan de tú por su cercanía, y por estar viéndose todos los días. Los pájaros entonan sus cánticos matutinos y hablan entre sí, saludando a los que lo utilizan de paso para ir de la Plaza de Benavente a la del Ayuntamiento, hoy, como casi todas, plaza de la Constitución. La plaza hoy remodelada guardará en sus entrañas, no sólo recuerdos de lo que fue y lo que pudo ser, según un proyecto de arquitecto Gascuñana, que he conocido en la exposición de Julián Cuena, recientemente fallecido, y que rodeaba la plaza de soportales y la remataba con un magnífico edificio del Ayuntamiento, sino también guardará 200 vehículos para lo que ha sido necesario remodelar la plaza, siendo Alcalde José Luis Fernández-Quejo.

Plaza que estuvo abierta al Monasterio y a la magnífica explanada que tiene a Madrid de fondo velazqueño, antes de que Carlos III mandara construir a Juan de Villanueva en 1.785 la Casa de los Ministerios que  cierra  el perímetro de la Lonja; de tierra primero y después vestida hasta los pies de piedra berroqueña salida de las canteras sanlorentinas; con parterre y un surtidor con agua en el centro de la plaza, construido en 1.876; después con templete de música en hierro forjado así como el de la Churrería de Somolinos que en verano y fiestas de guardar, ponía sus reales en esta plaza y que una vez hubo desaparecido, la familia lo regaló a un médico amigo que lo mantiene de cenador en su jardín. Cerrada todo su perímetro por una barandilla de hierro que fue colocada en 1.881 siendo Alcalde D. Faustino Moreno. En verano se llenará de toldos multicolores y mesas con turistas que darán el colorido a que nos tienen acostumbrados las plazas mayores de los pueblos.

Tribulaciones de un ex confinado por ahora.- 84

Tribulaciones de un ex confinado por ahora.- 84

Paso la mañana en El Escorial. El día es precioso pues el calor parece que ha tomado vacaciones aunque seguro que pronto volverá. El pueblo de Abajo, la Villa, la veo muy desangelada con poca gente por la calle y con bares cerrados. Son la 12 de la mañana y una señora, y no es broma, me pregunta donde puede comprar unos calzoncillos, me figuro que para su marido. Lo siento, señora- la contesto. El único sitio que podía comprar esa prenda, ha cerrado. Tiene que subir a San Lorenzo o darse una vuelta por Villalba. Siendo agosto un mes de veraneo con mucha población hay tiendas que sólo abren por la mañana.

Pregunto por la pandemia y evalúan en más de 100 muertos en la Villa y quizás 120 en San Lorenzo. Muchos mayores de las residencias. No me lo figuraba aunque algún amigo sé que nos ha dejado por el virus asesino.

Siguen abriendo locales de hostelería. Paco Pastel abre en la Casita del Príncipe un local para desayunar, comer o merendar, que habrá que conocer. Antes fue regentado por Felipe el micólogo y se comían magníficos platos de setas.

El Albergue  juvenil del San Lorenzo ha vuelto a funcionar después de la reforma que la Comunidad ha realizado por valor de un millón de euros.

Robledo de Chavela se ha incendiado. Más de 1.000 hectáreas han ardido y algunas viviendas han tenido que ser desalojadas por culpa de un accidente de moto que parece que fue la causa del inicio del incendio. El humo se veía desde la carretera de Robledo a la salida del Paseo Carlos III.

En muchos medios y la propaganda oficial llama a Villalba la capital de la Sierra. ¡Qué error! La capital de la Sierra ha sido y sigue siendo El Escorial, sus dos pueblos y toda la cultura que encierra. Cursos de verano, baile flamenco en el Real Coliseo Carlos III, conciertos de la Orquesta de Madrid en el Monasterio, Exposición de Alvaro Selles en la Casa de la Cultura con la serie L@s Pintor@s, Conciertos en el Parque, Fondos y amigos del Ateneo, Programa de verano en el Auditorio y un largo etc. que además de otras muchas cosas proclama a San Lorenzo como la capital de la Sierra. Un programa de verano sin Fiestas Patronales ni Romería de la Virgen de Gracia. Estaremos con Ella de todas las maneras porque el virus no lo va a impedir. A pesar del COVID se presenta un verano cutralmente interesante.

 

El Cafetín Croché.-7 (continuación)

El Cafetín Croché.- 7 (continuación )

En mi recorrido por los cafés que hoy nos quedan de aquellos del XIX o principios del XX, que los otros ya murieron, recalo en el Gijón, entre las calles de Prim y Almirante, en el que aunque he entrado muchas veces, hoy, recién entrada la primavera, he querido hacerle una visita de cortesía a mi antiguo amigo y ya con 122 años como tiene el Gran Café del Gijón. Hoy no se parece en nada a las otras veces quizás porque antes entraba a otras horas.  Son las cuatro y media de la tarde de un jueves soleado y primaveral y la terraza, oasis en el desierto madrileño en los días calurosos, está llena de ejecutivos, turistas y algún que otro nostálgico. Dentro, mas ejecutivos, funcionarios de alto copete u oficinistas de buen sueldo, están todavía comiendo en sus mesas de mármol veteado y sentados en las sillas típicas de café vienés, de madera con asientos redondos, pero eso sí tapizadas en rojo como los bancos corridos que parecen almidonados en terciopelo. Las tres ventanas- no es la hora de las tertulias- ocupadas por gente desconocida. Un extranjero y su mujer, en la que normalmente ocupa la tertulia de Manolo Vicent, él con el pelo de nieve blanquísima y ella portadora de una juventud exultante.

La magia del Café Gijón

Cuento hasta quince camareros con impoluta chaquetilla blanca, botonadura dorada y charreteras rojas en las hombreras. Encargados, jefes y maitres vigilan con su chaqueta azul y su pantalón de media etiqueta que todo esté en perfecto orden. No veo poetas, artistas, pintores, ni a Camilo José Cela ni a Umbral pero si veo como los tiempos cambian y oigo un ruido de platos y cucharillas que quieren entonar algún aria verdiana pero que están un poco desafinados y nada conjuntados. La terraza asentada sobre el paseo, se sirve desde dentro y es un placer ver a los camareros sorteando los caballos mecánicos con una habilidad que parecen patinadores en el paseo del Prado. La barra que es larga y parece un buque de madera con la proa hacia el paseo de Recoletos, está en estos momentos llena de cafetistas. En una mesa dos mariquitas buscan en el “segundamano” quizás su nido de amor o un pisito para una tía de Valladolid que va a venir a verlos.

El Café de Gijón, Bien de Interés Cultural en la categoría de hecho  cultural | Madrid | elmundo.es

El Café Gijón era el sueño de su primer dueño, D. Gumersindo García- gijonés de pro-, que después de hacer las américas quiso instalarse en la capital de España, para dar él también respuesta a la moda cafeteril del Madrid del XIX, abriendo un local en el año 1.898 en el Paseo de Recoletos y que hoy ya ha caminado por tres siglos. Pasó, eso si, sudores fríos para sacar adelante un café de nuevos modos, alejado del centro neurálgico de los cafés tertulianos de Sol y sus alrededores mas próximos. Pero el café Gijón, poco a poco fue siendo conocido por su tranquilidad y por que por allí se acercaban nombres tan famosos como José Canalejas, Ramón y Cajal, Benito Pérez Galdós, Valle Inclán y los pintores, Romero de Torres y Anselmo Miguel Nieto. Habituales, también, fueron Vicente Pastor y los hermanos Machado.

Cuando se enciende la mecha de la Guerra Civil, en el año 1.936, el Café Gijón, también sufre lo de las dos Españas y pone a unos contertulios frente a otros, antes buenos amigos y hoy enfrentados políticamente por odio, unos, y por envidia los demás. Las noticias de asesinatos y fusilamientos de unos y otros acompañados por el toque de silencio que se imponía en las tertulias, llevó al Gijón a languidecer y casi morir de inanición poética y literaria. La guerra no estaba para poesías y se fue llenando de milicianos con sus uniformes populistas, que no eran mas que un mono de trabajo azul o gris oscuro que había ascendido a traje de guerra.

Los triunfadores, unos años después, lo convierten en el establecimiento de comidas de los militares del Cuartel del Ejército de Cibeles y el rojo y gualda empieza a inundar sus mesas, teñidas de morado republicano durante tres largos e interminables años. Y a partir de aquí el Gijón será el lugar de la concordia, de la vuelta al hermanamiento y de la reconciliación nacional para ser en los años cincuenta, el café cinco estrellas de los cafés bullangueros y tertulianos, quizás porque muchos de éstos habían desaparecido.

Hasta los años sesenta aguantaron las tertulias del Gijón, hoy casi en la penumbra de su desaparición, que languidecen  y son sustituidas por jóvenes donjuanescos, que buscan y, como es natural, no encuentran, una doña Inés que llevarse a la boca.

Miles de personajes famosos han pasado por el café Gijón; muchas son las tertulias que aquí nacieron y cientos las anécdotas que se han contado, siendo unas verdad y otras trasladadas del lugar imaginario donde no ocurrieron, al café del Paseo Recoletos. También se han escrito varios libros sobre el Gran Café, como “El Café Gijón” de Mariano Tudela, Julián Marcos y José Esteban; “La noche que llegué al Café Gijón” visión personal de Paco Umbral o aquel primer libro, que tantos problemas suscitó “Crónica del Café Gijón” de Marino Gómez Santos. Ante los insultos que decía que dedicaba en su libro a Juan Pérez Creus, este le envió el siguiente Epigrama:

¿De quién es el destino? / De Marino.

Con cara de piedra pómez/ Gómez.

Quiere causarme quebrantos/ Santos.

Pues hoy, a tantos de tantos,con decisión absoluta

/me cago en la cagarruta/ de Marino Gómez Santos.

(continuará)

El Cafetín Croché.- 5

Capítulo II

Aquellos que lo fueron y todavía hoy son.

Madrid tiene un barrio, triángulo casi perfecto, en el que uno de sus lados mira a la calle de Atocha, el otro a la Carrera de San Jerónimo y el tercero lo forma la calle Medinaceli, y todos, como nacidos de la plaza de Benavente. Es el barrio de los Literatos, de las Musas o el Parnaso, en donde vio la luz, por primera vez, en  letras de molde, el primer Quijote y donde había que estar para estrenar una obra, pues allí vivían representantes de artistas, empresarios y autores todos mezclados en una amalgama traviesa y necesaria para poder sobrevivir en este Madrid del siglo XVII y XVIII. Aquí, en el XIX se mantiene su aire de farándula tertuliana, y aquí se ubican los principales cafés, librerías y locales variopintos y bohemios, guiados, como el faro a los barcos en la noches frías matritenses, por el Teatro Príncipe, hoy Teatro Español y su pedestal que es la Plaza de Santa Ana.

Si en este barrio vivieron Lope, Quevedo o Tirso de Molina en el siglo XVII, aquí nacieron y vivieron Zorrilla, Echegaray, Esproceda o Jacinto Banavente en el siglo XIX y en los albores del XX. Era un Parnaso terrenal donde los poetas buscaban a sus musas y los literatos el pan nuestro de cada día.

He recorrido este barrio en búsqueda de los cafés de antaño y conocer los que hoy son. Subo la calle Prado, desde la plaza de Las Cortes y comienzo mi paseo entre tiendas de antigüedades, como la de Romero junto al edificio del Ateneo, estrecho edificio de 7 metros de fachada y una balconada que coronan los relieves de Velázquez, Alfonso X y Cervantes. Un edificio, al lado, quiere que el Ateneo no muera e intenta su ampliación, dirigida por el Arquitecto don Santiago González de dimensiones parecidas. Llego a la calle Ventura de la Vega en cuya esquina con la calle del Prado, todavía podemos leer: “Casa Soto. Grabador”. El bar Fin de siglo con fachada muy de tal; Vinos Casa Ramón con antiguos azulejos en su fachada y que todavía se llama “casa de comidas y licores”. El restaurante Luarqués te invita a sus cenas musicales; Los Gabrieles a su “cocina vasca y española”. Existe en esta calle un restaurante bilbaino, uno peruano, el Inti de Oro y otro argentino la Cabaña. No falta uno erótico llamado La almeja picante cuyo escaparate -mejor es no verlo-, anuncia sus “exquisitos platos” a base de grandes, desproporcionados y fuera de toda realidad, aparatos del amor.

 

El decorado de esta calle del Prado lo forman casas, todas ellas “aseguradas de incendios”, de tres o cuatro plantas, en cuyos bajos se asientan tiendas de antigüedades, librerías o un restaurante cubano el Tacomaro poco imbricado en el esquema mental que te haces cuando recorres este barrio. El Salón del Prado, café concierto, esquina a la calle Echegaray y junto al magnifico restaurador gastronómico que es el Cenador del Prado.

Dos esquinas, bien guardadas, por centinelas con uniformes de gala, casi recién estrenados, que son la Taberna del Príncipe, hoy de tapas, y un reciente Café-Bar llamado Miau donde estuvo hasta el pasado año una tienda o boutique de ropa de caballero, que tiene un ojo puesto en el teatro Español y otro a la  Plaza de Santa Ana. Las otras seis lentes dan a la calle del Príncipe.

En esta calle, en el número 23, se me aparece el Parnasillo del Príncipe que se dice fundado en 1.830, según reza una placa en la puerta del local y que se encuentra en la entrada de la calle Huertas. Portada azulejada, muy de la época, con medallones en relieve de Galdós, Espronceda, Oscar Wilde y Larra, que tanto criticó a los cafés y frente a la magnífica portada barroca de Pedro de Ribera en granito y ejecutada en 1.734 durante el reinado de Felipe V. Una puerta de caoba maciza, del tallista Laorga, da entrada lateral al edificio de la Cámara del Comercio y la Industria, tras la que se esconde la escalera de gala y que fue entrada de carruajes, que tiene su puerta principal por la calle Huertas. Palacio que pasó por varios propietarios y estilos, y que en 1.993 un sobrino de las últimas propietarias, las Saint Aubin, lo vendió a la Cámara Oficial de Industria de Madrid.

Entro en el local. Eran las cinco de la tarde, hora taurina y en su albero de tablas de madera antiguas que se me apetecen de la época, pocas personas, algunas mirando el fútbol en sus dos televisiones y otra leyendo poesía en la barra de antigua madera incrustada de placas de carros, bicicletas, de publicidad o las redondas de guardarropas. Una del Ayuntamiento de Madrid para un carro de mano, duerme junto a la de “Funestería Iberia” de la calle Ventura de la Vega y algunas extranjeras. Una me llama la atención y reza así: “Oreja del toro ABRILEÑO de B. Quirós concedida al diestro RAFAELILLO en Madrid el día 9 de Abril de 1.944”. En el aseo de caballeros, que no se si en el de señoras también, una máquina expendedora de preservativos, a cien pesetas la unidad. Aparador antiguo junto a la entrada y junto a él, relojes que andan con las horas de Madrid, New York, Moscú, Dublín y Sydney y hasta un reloj de“sombra” pues en su interior no luce el sol. Una gran mesa central con cristal que actúa de vitrina de los muchos billetes de banco de todos los países y un solo quinqué en el centro. Al fondo un altillo con cuatro mesas románticas y decorado su frente con 3 alegorías- en azulejos pintados- de Mayo, Julio y Octubre que vigilan una máquina de escribir muy antigua. Sillas de madera de la época, mostradores de madera también, para tomar una copa de pié y altos veladores rematan el hueco de la entrada. Ahora ya no se sirve horchata, café o limón granizado, se sirven “Guinness”, café irlandés y mucha marca extranjera. Camareras inglesas en camiseta blanca decorada con “San Patrik days 17 de marzo del 2.001”, es decir el día de autos en que yo me encontraba allí, que nos anuncia su llegada en los pechos de las camareras inglesas o quizás escocesas, que te atienden. ¿Qué pasará esta noche en este café-cervecería-pub inglés de la calle del Príncipe?.

A pesar de las televisiones, la máquina de tabaco y la música de “alto nivel”, el local es agradable y hasta me parece que tiene duende. Pero no pidas un diario español; sólo hay en lengua inglesa. Un fresco pintado en el techo, te hace hasta parecer que te encuentras embelesado mirando al cielo.

Seguí por la acera de la izquierda o “rive gauche” de la plaza, para poder contemplar las portadas y reclamos de la Cervecería Alemana, que asienta sus reales en esta bellísima plaza desde 1.904, de amplia tradición taurina, los Cabales, el  Nalurbier, la  Cervecería Santa Ana, el restaurante Platerías; la Moderna y el bar hawaiano Mauna Loca y cerrando la plaza el Hotel Reina Victoria.

Me decido a entrar en la Cervecería Alemana que tiene mucho de café, poco de cervecería y casi nada de alemana y que fue lugar donde se reunía una clientela importante de personas del arte, la escena, la política y sobre todo de los toros. Pintores, como Solana, políticos como Besteiro, literatos como Benavente y Valle Inclán, escritores de comedias como Jardiel Poncela, artistas como María Guerrero y famosos toreros tenían allí sus tertulias. Una foto recuerda a muchos de los tertulianos taurinos: Luis Miguel Dominguín, Rodolfo Gaona, Manuel Mejías- el Papa Negro- Antonio Bienvenida y los González Dominguín asiduos contertulios de la Cervecería Alemana. Aunque sigue siendo un lugar de tertulias, los jóvenes han ido ganando terreno y se instalan entre sus veladores rectangulares de mármol blanco y patas de hierro torneadas, bajo la atenta mirada de unos camareros, algo trasnochados y generalmente en estado de tristeza. Su decoración también es triste, como los camareros, algo vetusta y anticuada, pero manteniendo la identidad propia de aquellos tiempos, y el importante friso de madera que recorre todo el local pintado en un fuerte  color marrón, insiste, sin quererlo, en sumirlo en una mayor tristeza.

Outside view of the restaurant

Y antes de seguir recorriendo la plaza en busca de cafés, recalo en la plaza del Angel, pequeña plazuela de forma rectangular que fue ampliada en el siglo XX con el derribo del Convento de San Felipe Neri, para asomarme al antiguo y algo destartalado Café Central en el número 10 de esta recoleta plaza, feliz ángel de la guarda de la contigua plaza de Santa Ana.

El Cafetín Croché.- 4

(El Cafetín Croché continuación )

Si nos situamos en 1.830 o mejor en el primer tercio del siglo XIX,  y nos acercamos por el Café del Príncipe, café destartalado y sombrío, cercano al teatro Príncipe – hoy Teatro Español – pronto llamado El Parnasillo, que toma el nombre de la tertulia allí instituida, y por los cercanos el Morenillo, el Solito o el de Venecia, veríamos a Espronceda, Larra, los Madrazo o Villamil, a Bretón de los Herreros o Zorrilla y a Campoamor.

Conocer a Benavente, era entrar en el Gato Negro de la calle del Príncipe y ver allí junto a él a Valle Inclán o a un joven onubense, Juan Ramón Jiménez, que ya despuntaba por los cafés. También en su transcurrir entre atmósferas humeantes y políticas, se les puede ver en el Café Nueva Montaña en la Puerta del Sol junto a la Carrera de San Jerónimo.

 

Si nos acercábamos al Levante, podríamos hablar, conocer u oir como se expresaban con sus pinceles: Picasso o Romero Torres; Gutierrez Solana o Darío Regoyos; Rousiñol o Zuloaga, o escuchar a Azorín, los hermanos Machado, Penagos, Sancha, Baroja y Rubén Darío.

Para ver o escuchar la tertulia literaria de Ramón Gómez de la Serna, o sólo RAMON con mayúsculas, que lo demás le sobraba, había que visitar el Antiguo Café y Botillería de Pombo, allá en 1.912, en la calle Carretas, muy cerca del kilómetro cero que es el punto de medida de todas las Españas. También aseguran que por allí pasaron Prim, Sagasta o Pepe Botella, el Rey hermano de Napoleón Bonaparte. Pero también José María Cossío o Manuel Azaña, D´Ors o Camón Aznar; a Gutierrez Solana o a Gustavo de Maeztu y a Bergamín. Para charlar con Ortega padre del filósofo, tendríamos que desplazarnos a la Granja del Henar, junto al Círculo de Bellas Artes y allí, alguna noche, podríamos hablar con Valle Inclán. A algún joven periodista prometedor como Cesar González Ruano, habría que encontrarlo por estos primeros años del novecientos en la Glorieta de Bilbao, en el Café Europeo. Por allí también pasaron Carlos Fernández Cuenca y si se encontraba en Madrid, Antonio Machado que se citaba con su hermano Manuel en este café.

  Gómez de la Serna en la Botillería de Pombo . Cuadro de Zuloaga

Los cafés existieron por todo el perímetro matritense pero en algunas zonas se apiñaban, como en la  Puerta del Sol y sus aledaños. Quise ir a buscarlos pero se fueron de esta vida para dejar paso a la modernidad que ellos ya no eran. No fueron complacientes con ellos y los dejaron morir sin guardarlos en almonedas para que otros, quizás, un día los compraran para ponerlos en la vitrina de la Historia.

En esa Puerta del Sol y entre aguadores, afiladores, manolas, rabaneras, horchateros -todos de Valencia como los afiladores de Orense o los serenos de Asturias-, entre vendedores de cangrejos, cántaros, canastillas y barreños; entre gritos de silleros, alpisteros o sarteneros, nacen los primeros Cafés.

Puerta del Sol, con Castillo o sin él, con puerta o portillo, o con “ná de ná” dicho de forma castiza, mirando al oriente, o con el sol grabado en el nonato frontispicio del que algunos autores hablan que existió coronando el castillo. Puerta del Sol, antes de tierra polvorienta, empedrada después y rajada mas tarde por los raíles de tranvías de caballos o eléctricos, para dejar paso ahora a una colcha de betún negro que tapa las sábanas de piedra de antaño. Puerta del Sol de buñoleros, aguadores de cebá, vendedores vociferantes, rameras, puretas, mendigos, desafiantes bohemios…

Puerta sin puerta, abierta a los de aquí y a los foráneos veranistas, iluminada por lamparillas petrolíferas, que parecían lunas mohínas en cuarto menguante, para ser después alfonsinas gaseosas, pirulís de fluor y ahora, también alfonsinas de iluminación de Endesa, Iberdrola o Hidroeléctrica, que no lo sé. Donde se podía comer por cuatro reales en sus numerosas tabernas.

En esta Puerta del Sol nacen los tranvías de caballos y mecánicos, el telégrafo, el teléfono la iluminación o el metropolitano y también los cafés mas famosos que el tiempo, utilizando su goma de borrar, ha hecho desaparecer del papel histórico que representaron, y no dejar ni la muestra. Dice Tomás Borrás “que en 1.939 había desaparecido 75 cafés históricos” Quizás el mas antiguo y prestigioso para algunos autores, el Lorencini en la esquina de la calle Espoz y Mina que inmortalizó Galdós en su “Fontana de Oro” y cuyo interior, no de grandes dimensiones, estaba decorado por Ribelles. La Fontana de Oro, el Café Imperial, llamado tiempo después el Café de la Montaña y que fué inaugurado en 1.864 y llamado “el de las 16 puertas” que era el número de huecos que tenía a la calle, el Café de Levante frente a la Iglesia del Buen Suceso y que fue trasladado años mas tarde, al número 5 de la Puerta del Sol, el Café Lisboa, el Universal, el Café Oriental o el Colonial, Puerto Rico o la cervecería Candelas primer establecimiento servido por señoritas y por lo tanto de ambiente picaresco. En muchos casos, en estos cafés, las tardes eran amenizadas por música de profesores, orquesta generalmente de dos: un pianista y un violinista algo caducos pero al fin y al cabo músicos excelentes.

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El Cafetín Croché.- 2

Capítulo I

Aquellos Viejos cafés 

 

Café de Lisboa, en la calle Mayor - Antiguos Cafés de Madrid.

Antiguo Café Lisboa en la calle Mayor (desaparecido)

Decía Ramón Gómez de la Serna, refiriéndose a los cafés de Madrid que “sobre todo son como el triunfo de la Cámara popular en la vida”. Y gran razón tenía. En unos acampó el liberalismo imperante; en otros su republicanismo exacerbado, para ser otros románticos, poéticos, cantantes ……

Gómez Caballero en su libro, “Madrid Cervantino o el barrio mas espiritual de Europa”, define al café como “el ágora, la discusión, la crítica, el panfleto, el orador sobre la mesa, la conspiración, el origen del periodismo y del Parlamento, del pronunciamiento y del motín”

Cesar González Ruano, considera estos lugares de vehemencia locuaz y de expulsión de sentimientos, ideas o pasiones como “el reducto del nervio español”.

Eran lugares de reunión y esparcimiento donde los ciudadanos de todos los pelajes recurren a su verborrea fácil y a veces demagógica, para, como cronistas oficiales, expresar sus puntos de vista, casi siempre acaloradamente, sobre los movimientos políticos y sociales, las artes, las letras o cualquier tema de interés que en esos momentos estuviera viendo la luz, o ver como nacían entre velas y bujías, humo de melancolía y espejos patinados por el tiempo. Se hablaba de crisis, de guerra y también de paz o de la derrota de unos y la victoria de otros.

Conjuras, intrigas y pactos secretos germinan en la oscuridad de los primeros cafés como bien dijo Mariano Tudela en “Aquellas Tertulias de Madrid” en un ambiente de exiliados políticos, en los que se discutía de republicanismo o de monarquía, de un estado liberal o controlado, de gobiernos que caen o de gobiernos que nacen a la corrupción y que los verán caer, como las hojas en otoño.

Estos cafés, el café, lo describe magistralmente Cesar González Ruano: “el café es donde se ama, se sueña y donde se muere. Quizá porque amar y soñar es irse muriendo un poco. Todo parece estar sumido en una niebla de lírica decadencia, en una pura pena de no saber por qué”.

Otra descripción que merece un cum laude la he encontrado, en mi deambular literario buscando en la capacidad de los demás para definir o describir lo que queremos decir, en la novela de Arturo Pérez Reverte “El profesor de esgrima” cuya acción se desarrolla en 1.866, en ese Madrid de lances de honor, generalmente por mujeres: “Mas que un café, el Progreso era un antónimo. Media docena de veladores de mármol desportillados, sillas centenarias, un suelo de madera que crujía bajo los pies, polvorientas cortinas y media luz; Fausto, el viejo encargado, dormitaba junto a la puerta de la cocina, desde la que llegaba el agradable aroma del café hirviendo en el puchero. Un gato escuálido y legañoso se deslizaba con aire taimado bajo las mesas, al acecho de hipotéticos ratones. En invierno el local olía constantemente a humedad y grandes manchas amarilleaban el papel de la pared. En ese marco, los clientes conservaban casi siempre puestas las ropas de abrigo, lo que suponía un manifiesto reproche a la decrépita estufa de hierro que solía rojear débilmente en un rincón.

En verano era diferente. El Café del Progreso suponía un oasis de penumbra y frescor en la canícula madrileña, como si conservase dentro de sus muros y tras los pesados cortinones el frío soberano que en él se aposentaba durante los días invernales”.

Describe la tertulia que allí se desarrollaba, con unos nombres que parecen sacados de la realidad tertuliana de la época:  “Agapito Cárceles, don Lucas Rioseco, Jaime Astarloa – el profesor de esgrima-, entre otros contertulios, Marcelino Romero, profesor de piano en un colegio de señoritas y Antonio Carreño, funcionario de Abastos”.

El café era plaza pública como el ágora de las ciudades griegas, donde las gentes se relacionaban y formaban sus asambleas o tertulias. A Ramón Gómez de la Serna, el café le atrae “como una plaza pública, reservada, con asientos cómodos y bajo techado. Sobre todo en invierno, los cafés son las únicas plazas públicas en que se puede uno sentar en un cómodo banco público, sin dejar de estar guarnecido”. A él le gustaba escribir en los cafés solitarios-  que por ser solitarios fueron muriendo- y nunca junto a otro escritor porque decía “que se veía en los espejos como haciéndome muecas a mí mismo”.