El Cafetín Croché 16 (continuación)
Charlando en un café,
ajenos al murmullo de otras mesas,
al trajín de las tazas, a la entrada de tipos
que dejan los abrigos junto a ellos.
Con los ojos clavados uno en otro,
una chispa airosa en la sonrisa,
un resplandor muy dulce,
en las nubes de una combustión:
ningún amor se entiende desde fuera,
ninguno.
( de Luis Muñoz del libro “ Manzanas amarillas” )
En las paredes de esta zona, una colección de billetes antiguos, junto a un billete de 1.937 del Consejo Municipal del Escorial de la Sierra de 50 céntimos, moneda que circuló por estos parajes durante la Guerra Civil, y que está firmada por Piris y Carrizo, parecen querer que esas dos Españas se hagan amigas y se olviden de una vez para siempre de odios y rencillas. Una barquillera de latón, quizás recordando a la buena de Doña Crescencia, barquillera de honor de San Lorenzo, que nos deleitaba, con sus barquillos y cucuruchos de pipas, delicias de paseantes, primero en la Plaza de los Jardincillos y luego en Floridablanca. Barquillera que nos recuerda niñeces de parisien o de rubios barquillos cilíndricos de dos o tres vueltas; rueda de la fortuna- si no te tocaba el clavo- siempre cual zurrón al hombro del barquillero castizo y chulapón, siempre presente en paseos, parques y verbenas que vociferando ¡barquillos; parisien! daban un colorido chulesco a los ambientes madrileños con su palpusa de cuadros, el safo al cuello y su chopín gris sobre la babusa blanca. Esta barquillera de antaño hace guardia junto a una gramola antigua, muda también como las radios de madera.
Es una zona diferente que se busca al entrar al Cafetín y cuando se descubre, los ojos de las parejas se hacen cómplices y asienten sin mover un músculo. La mesa del fondo de este espacio, solitaria en muchos momentos, sería la ideal para que Ramón Gómez de la Serna escribiera en ella, pues a él le gustaba escribir hasta las primeras luces del día en su buhardilla y luego trasladarse mas tarde a un café solitario y no con el ambiente de tertulias ruidosas como el Gijón.
En toda esta decoración del Cafetín Croché, echo algo de menos. Echo de menos al cerillero de todo café que se precie, vendedor de humo o de números de la suerte, de postales a turistas o confidente de alguna cita, y que debe estar apostado como perro guardián cerca de la puerta de todo café o como en este caso, aunque sólo sea cafetín. En el sitio en que creo debería estar el buen cerillero, existe un Tablón de anuncios que si te decides a leerlos puedes quedar extasiado con lo que allí se expresa, se solicita o se anuncia y bien puede servir para iniciar una Antología del Anuncio de Tablón. Allí he leído el 29.03.01: Escuela de Arte Matisse: “Curso de tango argentino impartido por Fabiana Bassa” ; Maribel Corral : “Naturópata- Osteópata. Especialista en terapias manuales”; Uno de teatro : Nos gusta el teatro y queremos montar “ Fools for Love” de San Shepard. Necesitamos dos actores; Tertulia en la Sierra : “Busco personas con buena formación. Ideas progresistas. Carácter innovador. Creatividad e iniciativa.”; “Lector animador. Ancianos, enfermos… cualquier edad. Julián Diaz Cantarero”. Una tarjeta que dice : “ Maripi Serrano: Blusas y baño Brasil”. Otra anunciando un gabinete de Psicólogos; una tarjeta de un abogado con poco trabajo, me figuro; un anuncio de muebles y dos fotos de magos anunciándose. Arriba una NOTA : “ Las tertulias y anuncios expuestos en este tablón se renovarán los días 1 de cada mes”. Después de leerlo no he echado en falta al cerillero; es magnífico.
Alfonso González, en su rincón del Café Gijón.
Del Croché me gusta casi todo. Me gusta su luz tenue que emana de las lámparas bronceadas Art-Deco del techo y de las lamparitas de las mesas con cristales de colores; la luz de las velas al anochecer, la que se filtra por las ventanas tamizada por labores de croché, suave y sin resol pues trasladan fielmente la penumbra del callejón de San Lorenzo. Me gusta su atmósfera tranquila, a veces inquietante, revolera o revoltosa, pero que va calando en el cuerpo como fina lluvia del norte. Me gusta el ruido de las cucharillas al remover el café napolitano, el del timbal de los dados en el cubilete o el seco chasquido de la ficha de dominó al colocarla sobre el tapete blanco de mármol.
Me gusta casi todo del Croché. Me gusta que sea un espacio medible por ojos geométricos. Un espacio asequible y sin distancias que distorsionen la vista, el oído o el olfato. Me gusta que no tenga demasiados espejos- tiene uno pero queda disimulado por fotografías de asistentes a las tertulias- pues la imagen en un espejo no es efímera, siempre te reconoce y guarda tu imagen en el recuerdo. Si vuelves te verás en él. No le provoques pues te sacará lo que fuiste. No seas inconsciente. Te recordará tu juventud hoy ajada, y te enseñará todas y cada una de las arrugas o surcos del arado de la vida en tu cara. Es traidor pues te delata tus miserias cuando te miras en él. Dos espejos, uno frente al otro, te llevan al infinito como en un túnel del tiempo, y al final te ves como flor marchita. Es cruel. Te mira cuando pasas de él. Los espejos no te quieren pues te sacan todos tus defectos. Por eso Manolo tuvo el acierto de poner pocos espejos en el Croché. No quería que sus clientes vieran el paso del tiempo que en Croché no existe, pero que sí era motivo decorativo, recurrente e impertinente en los cafés de antes como los que existían en Candelas, o los de la Fontana de Oro; el espejo de Lhardy con un gran marco de talla en madera dorada que mira y se deja mirar desde el fondo del local y en el que se han fotografiado varias generaciones de la selecta sociedad madrileña; los del Café Gijón o del Universal, el llamado café “de los espejos” por la gran cantidad que tenía colgados de sus paredes. Sólo puso uno para no tener que decir, como Cesar González-Ruano “estoy solo entre un laberinto de espejos, como el niño perdido en un bosque poblado de fantasmas geométricos”.